jueves, 8 de agosto de 2013

La religión a mil kilómetros de la política.

Últimamente se está reivindicando la fusión de dos conceptos que jamás deberían unirse. Esos son “política representativa” y “religión”. Como el cloro y el amoníaco, la mezcla de ambas cuestiones emite gases venenosos. Numerosos ejemplos de ello hemos tenido a lo largo de la historia de la humanidad y,se están produciendo hoy mismo en nuestro entorno. Egipto es en estos momentos la prueba más cercana para demostrar que cuando la política (el político) deja de obedecer a las leyes y a los ciudadanos para abrazarse a la religión, la catástrofe tardará poco en acudir a la cita. Si quien gobierna un país lo hace en nombre de “Los hermanos musulmanes” -cristianos, o judíos - el desastre estará servido.No hace ni un año que en Egipto se aprobaba una Constitución corrompida desde la cuna, ya que asumía que el Derecho nace de la ley islámica, la denominada “Sharia”. Una barbaridad similar a la que anhelan en otras partes algunos – muy reducidos- grupos ultracatólicos, que pretenden que las leyes y normas que rigen nuestra convivencia, se vean sometidas y tuteladas por “la Ley de Dios”.

Ya desde el siglo XVIII los países más avanzados -cultos y civilizados- de la vieja Europa, comenzaron a entender que la religión tenía que quedar claramente separada de la acción de gobierno. Esa tendencia ha evolucionado favorablemente en muchas partes del planeta, pero quedan reductos en los que las creencias religiosas siguen condicionando a los gobernantes. Países todos ellos,inestables, peligrosos y abonados a la catástrofe fundamentalista. Estados anclados en el medioevo, en los que no ha existido un renacimiento cultural ni humanístico, que anteponga las libertades y los derechos del ser humano por encima de todo lo demás, incluidas las religiones.

En un país laico como España (por mucho que a algunos les pese), pretender gobernar sin dejar antes la religión a buen recaudo en la casa de cada uno, es un error monumental. Cuando los ciudadanos asisten a las urnas no lo hacen para elegir sacerdote, cardenal o guía espiritual. Eligen a personas en las que depositan su confianza para que solucionen los problemas del devenir cotidiano;para crear empleo, dar un buen servicio en sanidad, educación…Solucionar problemas que son comunes a todas las personas con independencia de sus creencias espirituales o religiosas.

La religión – si se profesa- ha de quedar necesariamente en casa a la hora de gobernar, porque forma parte de la privacidad personal y en modo alguno ha de influir en las decisiones políticas de los que ejerzan la representatividad ciudadana;una ciudadanía variopinta y multicultural en la que encontraremos cristianos católicos,pero también musulmanes, cristianos adventistas del séptimo día, protestantes, testigos de Jehová, budistas, sintoístas… Pero sobretodo (cada día más) personas agnósticas, que no quieren saber nada de las religiones ni les interesan lo más mínimo. Personas que consideran – y argumentan- que las religiones históricamente han llevado al desastre a muchos pueblos y,siguen llevándolos actualmente cuando se mezclan con la política y la intolerancia hacia el diferente.

Las voces que últimamente reclaman que los políticos cristianos hagamos valer nuestra condición de tales, (a la hora de ejercer la práctica política), seguramente se mostrarían horrorizadas si se diera el caso de que el presidente de España fuera musulmán y anunciara la intención de dejarse influir por sus creencias religiosas a la hora de gobernarnos a todos…¿Verdad?.
Pues como cristianos o como políticos (o como ambas cosas o ninguna )hay que decir, que lo que no quieras para ti, no lo quieras para los demás y, que siempre conviene tener muy presente que uno de los dos mandamientos más importantes de la fe católica dice “Amarás al prójimo como a ti mismo”. No hay que ponerse a mirar de dónde viene, cuánto dinero tiene, cómo viste o si profesa alguna religión. Tampoco intentar que comulgue con las ruedas del molino católico, ni con los preceptos u imposiciones dogmáticas divinas,que los hombres interpretan a su particular conveniencia.

El prójimo ha de ser simplemente el prójimo; la persona que tenemos enfrente. Para el prójimo hay que gobernar y hacerlo en igualdad para todos, desde la ética, el respeto a la ley y el sentido común, sin dejarse influenciar por las creencias religiosas, que pese a ser muy respetables, no pueden condicionar a los políticos en un mandato democráticamente otorgado.

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