sábado, 22 de marzo de 2014

¿Quién defiende al pueblo?



La figura del “Defensor del Pueblo” nació con la propia Constitución de 1978, que en su artículo 54 consagra lo siguiente: «Una Ley orgánica regulará la institución del Defensor del Pueblo, como alto comisionado de las Cortes Generales, designado por éstas para la defensa de los derechos comprendidos en este Título, a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la Administración, dando cuenta a las Cortes Generales».
Ya desde su nacimiento (en el propio espíritu del artículo citado) se pone de relieve la ambigüedad del buen propósito que en su día tuvieron los padres constituyentes.
La figura que mediaría entre los ciudadanos y el demoledor rodillo de la administración no fue algo que se inventara con la carta magna, ya que esa labor venía siendo (de forma histórica) desempeñada por distintas figuras, algunas de las cuales se remontan hasta el Siglo XII.
Los abusos de poder de la administración; los habituales alardes de displicencia o el manifiesto desprecio hacia la insignificancia de la individualidad ciudadana, pueden llevarnos a pensar que es complicada una mediación ajena a los tribunales. Pero si dicha mediación no es vinculante para una de las partes…El fracaso está servido.

En 1981 las Cortes Generales aprueban la ley de orgánica del Defensor del Pueblo. Por aquellas cosas de la reconciliación y del “espíritu de la transición” un año más tarde el Grupo Parlamentario Socialista propone como primer candidato al puesto de “Defensor del Pueblo” a Joaquín Ruíz Jiménez, un político de tradición familiar conservadora, que había sido ministro de cultura con Franco.
Cinco años más tarde y, también bajo un gobierno Socialista, es propuesto para el cargo otro político de tradición radicalmente conservadora. Se trata de Álvaro Gil-Robles, hiijo del fundador de la CEDA (Confederación de Derechas Autónomas) José María Gil-Robles, que siendo Ministro de la Guerra en 1935 promocionó a los generales Franco y Mola para su golpe de estado…Es decir, que el PSOE a cada propuesta daba muestras más que evidentes de un espíritu de reconciliación sin parangón en la historia de España.
Con la elección de Álvarez de Miranda en 1994, propuesto igualmente bajo un gobierno de Felipe González, el perfil ideológico – pese a seguir siendo conservador- se modera.
No es hasta el año 2000, y bajo un Gobierno del Partido Popular, cuando accede al puesto Enrique Múgica, al que se le presupone un perfil progresista, que nunca acabó por demostrar. Exministro Socialista, Múgica permanece durante una década al frente una institución que experimenta -en dicho período- su irremediable camino hacia la decadencia.
Tras una interinidad de casi dos años de María Luisa Cava, (adjunta de Múgica y ex -diputada del Partido Popular), accede al cargo Soledad Becerril, propuesta bajo la mayoría absoluta del PP (el gobierno de Mariano Rajoy) . Diputada por la UCD en el Congreso en 1977, posteriormente fue diputada por el PP en la cuarta, quinta y sexta legislatura.


De este repaso histórico a la institución, podemos concluir que la misma siempre ha estado en manos conservadoras, habida cuenta de que con independencia de lo que ideológicamente se pueda opinar de la trayectoria de Fernando Múgica, abundan quienes consideran que sus hechos y sus opiniones le han situado siempre en un espectro de conservadurismo.

Con el transcurrir de los años, la figura del “Defensor del Pueblo” ha mermado como los glaciares en el Ártico, y el motivo ha sido precisamente la falta de respaldo legal a las resoluciones que esta institución ha dictado en sus treinta y dos años de funcionamiento. En Las Administraciones Públicas de nuestro país se sigue minusvalorando todo aquello que pueda clasificarse como “minoritario”….Y ¿qué hay más minoritario que el propio individuo?
Queda claro que la institución difícilmente ha sido capaz de defender al ciudadano, porque ha partido desde una postura asociada a las Administraciones Públicas. Se podría incluso decir que todos los “Defensores del Pueblo” han estado absolutamente vinculados a una de las partes en conflicto. Tampoco ha ayudado la marcada inclinación conservadora, de cuya propia idiosincrasia emana un superior respeto hacia el poder tradicional y establecido, y no hay mayor poder establecido que el de la propia Administración. Si a esta circunstancia sumamos el carácter no vinculante de los dictámenes que evacua la oficina del Defensor del Pueblo, entenderemos fácilmente la dicotomía de este problema. Por un lado, las Administraciones Públicas han tomado por rutina desoír los requerimientos de la Defensoría del Pueblo. Por el otro, el ciudadano ha interiorizado que esta institución no tiene poder alguno, ni tan siquiera para conseguir que un triste ayuntamiento de provincias le responda a una petición de información.
La consecuencia lógica de todo esto desemboca en una disminución de las quejas interpuestas por los ciudadanos y la devaluación (cuando no directamente desaparición) de los defensores del pueblo autonómicos, como ha sucedido en la Comunidad Autónoma de la Rioja, en la que para que no moleste directamente la han suprimido.

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